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“I took this picture of myself looking at the mirror. It was very hard as my hands were trembling.” Anastasia Nkolaevna, 1914 |
-Roland Barthes, La cámara lúcida
Yo. El rostro
que veas se compondrá de varios momentos. Es el que elegí entra varias tomas,
después de decidirme por esta prenda y el cabello así y luego así; acerqué el
mentón a la clavícula, ensayé una sonrisa y levanté los ojos a la cámara que
contiene mi teléfono y que sostengo con el brazo extendido. Es un poco absurdo
hacerle gestos al reverso del teléfono, pero busco lo que se registra del otro
lado. Lo que ves es la toma que más me gustó, después de numerosos intentos y
varios minutos frente al espejo. La gama de conductas es amplia, desde la
seducción más o menos descarada al más fino desdén. Ya lo ves, la imagen es mía
pero ya no me pertenezco. Si resulta convincente, su eficacia se medirá en likes (pulgar arriba, corazoncito).
Yo. No se trata
de ver a cientos de personas, sino de observar la misma cantidad de cuadros
diminutos: mi tarjeta de presentación es mi sonrisa, son mis ojos, es mi
pareja, es el lugar donde estuve. Todos esos rostros fueron alguna vez
compañeros míos en la primaria secundaria preparatoria o universidad, del
trabajo, amigos de la infancia o conocidos en fiestas; es terrible imaginar un
larguísimo pase de lista de mi pasado. Casi todos eligieron una forma semejante
para ser vistos o recordados. Selfie
es mejor palabra que autorretrato porque ésta es estruendosa y larga, en cambio,
la otra es tersa y breve, más adecuada para la época en que vivimos. La palabra
designa lo que las imágenes evidencian, se elige el rostro para representar y
eso involucra gestos y actitudes, ángulos, filtros; otra explicación: la selfie es un testimonio que contiene al tiempo, donde se guardan los cambios y donde se expresa la constante novedad. También
es la prueba del concepto que cada quien tiene de sí mismo. Y así las
explicaciones abundan.
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